La declamación: “Milagro, mis manos florecen”
Foto de Antonieta Mercado
A la especie de los declamadores que se difunde con brío a fines del siglo XIX, la consolidan el culto a la brillantez verbal y el recuerdo de las galas de la oratoria sacra, aquellos sermones que son dramas teológicos comprimidos, guías de turistas del cielo y el infierno. Por virtud de la declamación, la poesía deja de ser íntima y se vuelve pública, no el convenio entre un autor y un lector, sino entre una audiencia y un actor, sacerdote del idioma, taumaturgo que resucita a las palabras asesinadas por las voces monocordes.
Lo substancial en la Edad de Oro de la declamación es el tránsito del disfrute individual al éxtasis de multitudes. Los partidarios de los grandes declamadores, en especial los oyentes de la argentina Berta Singerman en la América Latina del período 1920-1950, colman estadios y plazas de toros, y se arroban durante un par de horas, sometidos a la Magia de la Palabra, con mayúsculas. En los años de su auge (muy prolongado), Singerman es, literalmente, un medio masivo de la difusión poética. Pintan su retrato Diego Rivera, Carlos Mérida, Fujita, Roberto Montenegro y Cavalcanti, y son muchos los que la dibujan y caricaturizan. "Posesa del arte", la llama José Vasconcelos, y el poeta colombiano Guillermo Valencia cae en éxtasis: “Ella realiza sintéticamente la concepción wagneriana, es el individuo-antena que capta los signos que parten del misterio y los entrega a la admiración del hombre a través de un organismo milagrosamente afinado.” Juan Ramón Jiménez es vehemente: "A Berta Inolvidable Singerman: Dueña de su justa figura, de su perfecta actitud, de su gesto acorde, de su expresión bellísima, de su gracia diferente, de su voz inverosímil, de su completa emoción".
La Singerman hace de los poemas objetos únicos y, por así decirlo, los sitúa en el ámbito de las fuerzas naturales, “brisas o tormentas”, batallas de amor en el espacio bélico de la palabra. Gracias a su repertorio, que incluye a Darío, Lorca, Juana de Ibarborou, Juan Ramón Jiménez, Luis Palés Matos, su público capta el fragor insólito, el viaje por los temperamentos. Berta se envuelve en las túnicas, y es Isadora Duncan, y es el anhelo del Partenón y es el juego donde cada movimiento es un telón y una escenografía y un texto donde la Palabra reitera sus profecías. (Esta descripción intenta ser “de época”)
“Y ante Dios, que todo ata y desata,
en fe de promesa tiéndeme la pata”
A los frecuentadores (más que lectores) de los modernistas, los poemas les resultan literalmente emociones prestigiosas. Estos feligreses (término adecuado) no oyen o leen poemas, sino fragmentos de la totalidad verbal que los incorpora a la profundidad del sentimiento. Entre otras razones, por eso es tan importante en América Latina Rubén Darío (1867-1916) que, al revelar otras sonoridades, reinventa el idioma. Antes de Darío y los modernistas, se tendía a ignorar los acentos épicos del castellano. Luego, ya se conocen las vetas majestuosas del idioma y sus entonaciones desafiantes:
¡Ya viene el cortejo!
¡Ya viene el cortejo! Ya se oyen
los claros clarines,
la espada se anuncia con vivo reflejo;
ya viene, oro y hierro, el cortejo de
los paladines.
De “Marcha triunfal”
Según sus devotos, la aportación inigualable de Darío se cifra en el estrépito glorioso. Véase por ejemplo, el comienzo de "Responso” a Paul Verlaine:
Padre y maestro mágico, liróforo celeste
que al instrumento olímpico y a la siringa agreste
diste tu acento encantador;
¡Panida! Pan tú mismo, que coros condujiste
hacia el propíleo sacro que amaba tu alma triste,
¡al son del sistro y del tambor!
¿Quién de entre los lectores y oyentes del poema sabe quién fue Verlaine o qué significan “liróforo”, “siringa”, “Panida”, “Pan”, “propíleo sacro” y “sistro”? Y sin embargo el poema arrebata por lo brioso del sonido, y esto libera de la necesidad de entender cabalmente. Y Darío es autor también de la proclamación de la edad perfecta (“Juventud, m divino tesoro,/ que te vas para no volver,/ cuando quiero llorar no lloro,/ y a veces lloro sin querer... ¡Mas mía es el alba de oro!”), y de poemas gráciles que contradicen la algarabía de las marchas triunfales:
La princesa está triste... ¿qué tendrá la princesa?
Los suspiros se escapan de su boca de fresa,
que ha perdido la risa, que ha perdido el color.
La princesa está pálida en su silla de oro,
está mudo el teclado de su clave sonoro;
y en un vaso, olvidada, se desmaya una flor.
De "Sonatina"
Decenas de miles repiten frases, las usan paródicamente, las leen y repiten con alborozo, acuden a los versos para dormir a sus hijas:
Margarita está linda la mar
y el viento
lleva esencia sutil de azahar.
Yo siento
en el alma una alondra cantar:
tu acento.
Margarita te voy a contar
un cuento.
En las veladas familiares, se declama a Darío. En los festivales escolares el repertorio dariano es infaltable. En las reuniones se dicen a coro los poemas a la manera de canciones de moda. Y tal vez, según numerosos testimonios, lo más repetido es la gran reflexión moralista "Los motivos del lobo":
Foto de Antonieta Mercado
El varón que tiene corazón de lis,
alma de querube, lengua celestial,
el mínimo y dulce Francisco de Asís,
está con un rudo y torvo animal,
bestia temerosa, de sangre y de robo,
el lobo de Gubia, el terrible lobo,
las fauces de furia, los ojos de mal.-
Rabioso, ha asolado los alrededores;
cruel, ha deshecho todos los rebaños;
devoró corderos, devoró pastores,
y son incontables sus muertes y daños.
Foto de Antonieta Mercado
“¿Y tú me lo preguntas?”
La poesía patriótica, plataforma indispensable del civismo, no se filtra en la vida cotidiana, territorio del amor romántico y de las evocaciones del paisaje, donde impera la celebración de los sentimientos propia de autores nacionales, de autores traducidos con excelencia (Lord Byron, Víctor Hugo, Alfred de Musset, Verlaine, Baudelaire, Edgar Allan Poe), y de los muy famosos en España. José de Espronceda y Ramón de Campoamor, desde luego, y el que capta los ánimos iberoamericanos, Gustavo Adolfo Becquer (1836-1870):
Yo sé un himno gigante y extraño
que anuncia en la noche del alma una aurora,
y esas páginas son de ese himno
cadencias que el aire dilata en las sombras.
No digáis que agotado su tesoro,/ de asuntos falta, enmudeció la lira;/ podrá no haber poetas; pero siempre/ habrá poesía. Bécquer anuncia lo que se quiere oír: la universalidad de lo poético, la esencia de lo sagrado discernible en movimientos y estremecimientos del ser humano, la raíz de las sensaciones límite, el viaje de la literatura hacia los hogares:
Mientras haya unos ojos que reflejen
los ojos que los miran;
mientras responda el labio suspirando
al labio que suspira;
mientras sentirse puedan en un beso
dos almas confundidas;
mientras exista una mujer hermosa,
¡habrá poesía!
Foto de Gerardo Navarro
Agnóstico, sacralizador del infortunio, Bécquer le proporciona a sus lectores las definiciones que devienen ley indiscutida. El presagio de los Siglos de Oro se cumple, y de Bécquer en adelante, todo, el sentimiento religioso incluido, será un desprendimiento de lo poético. A lo más notable de personas, objetos, situaciones, paisajes, cuadros, estatuas, hechos heroicos se le califica de poético. Y el ser amado es la condensación lírica más ferviente:
—¿Qué es poesía?—, dices mientras clavas
en mi pupila tu pupila azul.
¿Qué es poesía? ¿Y tú me lo preguntas?
Poesía... eres tú.
Foto de Antonieta Mercado
"¿Quién que es no es romántico?", y la petición de principio enardece a los "cabalmente existentes", dueños de un alma libre según sus propias afirmaciones. Ser romántico, en la segunda mitad del siglo XIX latinoamericano, es trascender por instantes el entorno deprimente, es igualar lo poético y lo cotidiano, es redimir lo vivido merced a los buenos oficios de la sensibilidad, es hacer coincidir los “climas de arrebato” y el gusto por la musicalidad de la lengua. Y el extravío romántico alcanza su clímax con “Nocturno”, de Manuel Acuña (1849-1873). Provinciano que estudia Medicina en la ciudad de México, bohemio de noches en blanco y escritura febril, Acuña se enamora de la “musa” indiferente (Rosario de la Peña), intenta convencerla (en vano) de un pacto suicida “por ser bella la muerte en compañía”, y expía su fracaso ingiriendo cianuro. Desde su muerte, el poema se vuelve sinónimo de la entrega sin límites. Y de la sociedad decimonónica que lo recita a la menor provocación al personaje bisexual de Doña Herlinda y su hijo, el film de Jaime Humberto Hermosillo, que lo declama en una fiesta, el "Nocturno a Rosario" es el objeto de culto y de evocación irónica que celebra la entrega sin condiciones:
Pues bien, yo necesito decirte que te adoro,
decirte que te quiero con todo el corazón;
que es mucho lo que sufro, que es mucho lo que lloro,
que ya no puedo tanto, y al grito en que te imploro
te imploro y te hablo en nombre de mi última ilusión.
Como muchos jóvenes de su tiempo, Acuña es descreído y religioso, venera la ciencia y el instinto, es idealista y materialista: "La materia, inmortal como la gloria/ cambia de forma pero nunca muere". Y si detesta los mitos, se quita la existencia al no poder formar una familia:
¡Qué hermoso hubiera sido vivir bajo aquel techo,
los dos unidos siempre y amándonos los dos;
Tú siempre enamorada, yo siempre satisfecho,
los dos una sola alma, los dos un solo pecho,
y en medio de nosotros, mi madre como un dios!
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